El caso Jokin

Mila y Pocholo tenían un hijo. Xavi tenía un hermano. Y los demás teníamos un primo, un sobrino, un amigo... Se llamaba Jokin, y hoy iba a cumplir 15 años. Hace cuatro días, de madrugada, cogió su bici, salió de su casa, subió a lo alto de la muralla de Hondarribia (Guipúzcoa) y dio un paso. Un solo paso que separaba la vida y la muerte.

Jokin llevaba más de un año soportando humillaciones y vejaciones constantes en su instituto. Y, desde la semana pasada, palizas. Una paliza el lunes, otra el martes y otra el miércoles. Palizas propinadas por, entre otros, hijos de profesores.

El jueves y el viernes no quiso ir a esperar los golpes que vendrían, y no fue al colegio. Pero sabía que tendría que volver tarde o temprano. Y que, incluso si no volvía, viviendo en un pueblo, sus pequeños pero grandes torturadores le seguirían amargando la existencia. Él no contó nada de esto a nadie.

Probablemente pensaba, como le repetían sus verdugos, que alguien fuerte resuelve sus propios problemas sin implicar a los otros. Finalmente, el martes, en la oscuridad de la noche, imaginando lo que le tocaría soportar al día siguiente, Jokin decidió que la paz eterna era mejor que el infierno cotidiano. Y se marchó.

¿Dónde miraban los profesores mientras Jokin sufría, delante de sus ojos? ¿Qué hace el Estado con nuestros hijos, en sus escuelas, cuando se los confiamos? ¿Qué clase de mundo estamos construyendo que hace de niños de 14 años torturadores sistemáticos y sin escrúpulos?





"Los problemas habían comenzado el año anterior, en septiembre de 2003, y concluyen, desgraciadamente, aproximadamente un año después, en septiembre de 2004. Se inician con un episodio ocurrido en el instituto. Jokin tiene una gastroenteritis y ello ocasiona que se ensuciara la ropa. Parte de sus compañeros aprovechan este hecho para realizar una burla sistemática a Jokin, denominándole con expresiones que hacen referencia a las heces. A lo largo del curso estas actuaciones irán remitiendo y se restablecerá cierta normalidad para Jokin. 

El verano siguiente, llega a casa de Jokin una carta de los responsables de una colonia en la que acababa de pasar unos días junto con otros compañeros. En dicha carta, advertían a los padres de que Jokin había sido sorprendido en compañía de otros fumando porros. Como los compañeros de Jokin habían interceptado esas mismas cartas, sus familias desconocían aún este episodio. Posteriormente sus compañeros considerarán que ha sido Jokin quien les ha delatado, y le acusan de «chivato», una imputación con resonancias siniestras en el contexto en que se profiere, y que será un impedimento para denunciar lo que pasó después. 

El nuevo curso comienza con prácticas continuadas de agresiones a Jokin, entre clase y clase, mediante injurias referidas a los episodios anteriores, golpes y vejaciones por parte de un grupo de ocho compañeros. El día 15 de septiembre, en la clase de Jokin se lleva a cabo la celebración burlesca de cumplirse un año del episodio de la gastroenteritis. 

Entre otras cosas, rodean a Jokin en la clase con montones de rollos de papel higiénico. Cuando entró la profesora preguntó quién los había arrojado; alguien acusa a Jokin, y la docente les ordena a él y a otros que los recojan. Este será el último día que Jokin acuda a clase. 

Pasados dos días, los responsables del instituto se aperciben de la ausencia de Jokin y llama a su casa. Los acontecimientos se aceleran. Los padres preguntan a Jokin por su ausencia de clase y éste les comenta que algunos compañeros le pegan e insultan y que por eso no ha ido al colegio. Los responsables del instituto dicen a los padres que van a investigar lo ocurrido, y les citan. Los padres acuden a la cita con profesores y padres de los alumnos que han agredido a Jokin, y expresan su queja por lo acaecido con su hijo. Jokin no fue citado. 

Esa misma tarde, Jokin se comunica por 'chat' con una amiguita de clase. Es una conversación en la que hablan de las agresiones sufridas por él, y donde expresa su impotencia ante lo que le ocurre: «Yo no puedo darles, porque luego será peor». También bromean distendidamente sobre cuestiones propias de adolescentes en lo que parece una conversación banal. Pero Jokin va intercalando en esa conversación una serie de comentarios de orden muy diferente. Le dice a su amiguita: «Adiós, reina mía, ya no pinto nada aquí, mi vida es una ruleta que da vueltas perdiendo el control, cuando me marche, reina mía, no me olvidaré de ti». Refiriéndose a la clase de religión, dice: «Habrá que morirse para saber», «Me voy a tirar por la muralla a ver qué pasa después de morir, ya te visitaré si 'palmo'». Y otra más: «Prefiero morir como un cobarde que vivir cobardemente». Después de esa conversación, Jokin se acostó en la habitación que compartía con su hermano. En algún momento durante la noche se levantó, montó en su bicicleta y fue hasta la muralla, desde donde se precipitó. 

De la secuencia de los acontecimientos podemos concluir que éstos tuvieron un carácter profundamente traumático para Jokin. Fue objeto de denigración moral y de exclusión. Los insultos y vejaciones que sufrió alcanzaron a lo más profundo de su ser, y debieron de producir un efecto devastador en su subjetividad de adolescente. 

Jokin se encontró aislado, no alcanzó a establecer mediaciones que le habrían podido ayudar a salir de esa situación, ya que tampoco existió ninguna intervención que llegara a restituirle en su dignidad como sujeto. Nada vino en su ayuda para restablecer el vínculo con su entorno. 

Se producirá así una fractura en su funcionamiento psíquico habitual. Jokin quedará representado ante los otros por las palabras de la injuria, que llegarán a desplazar a las propias, a las que le representaban y le constituían. Es la vía para que se efectúe un proceso de borrado de su particularidad, para que se abra el camino fatal de la identificación con esa posición de 'resto' en su comunidad, de su sentimiento de total impotencia. Es lo que causará su vergüenza de vivir en ese nuevo orden del mundo, en el lugar que le hacen ocupar y que resulta inaceptable para él. Su respuesta será desengancharse de todo ello mediante su decisión final. 

En su desenlace trágico, sin embargo, no podemos dejar de encontrar, más allá de su imposibilidad para haber hallado otra respuesta, más allá de su inmensa desgracia, un rasgo de honor en su negativa a vivir en la indignidad. Y la evocación que nos suscita como pregunta sobre la existencia. 

En el juicio en primera instancia, en el Juzgado de Menores de San Sebastian, la juez consideró que sí habían existido malos tratos pero que no había habido daños psíquicos, es decir, traumatismo. Y sugirió en su sentencia que, puesto que no se conocía el pasado de Jokin, pudiera haber existido una patología previa que explicara lo ocurrido. 

Posteriormente, en el juicio de apelación, como perito psiquiatra, tuve ocasión de declarar que, en ausencia de indicios que demostraran lo contrario, Jokin, su memoria, tenía derecho a la presunción de salud mental. Y también que consideraba que los malos tratos constituyeron un traumatismo que le produjo un daño psíquico. El Tribunal de la Audiencia de Gipuzkoa revocó la anterior sentencia y asumió este criterio. La sentencia, que condenó a los menores imputados, advierte de que con ciertas actitudes de su entorno «(...) se 'desresponsabiliza' a los menores agresores del desmantelamiento emocional al que condujeron a Jokin con su conducta vejatoria(...)». Vemos así a los tribunales de justicia tratando de suplir las funciones de formación moral que, según consideran, no se ejercieron en el ámbito de los menores condenados. Ello no deja de interrogarnos sobre el alcance de estas actuaciones en nuestra sociedad, de las que son evidentemente expresiones sintomáticas, y el efecto indeseado de judicialización de los conflictos juveniles. 

La tendencia a reducir o eliminar la responsabilidad de los menores imputados por las agresiones ha tenido una gran difusión en medios de comunicación y diferentes ámbitos de la sociedad. Su argumento ha sido la afirmación de que el suicidio de Jokin sólo puede explicarse por que padeciera previamente alguna grave enfermedad mental y que, por tanto, las agresiones hubieran sido banales peleas de muchachos. Este argumento es doblemente perverso: hace recaer la falta sobre la víctima y, además, supone que si se tratara de un enfermo no habría responsabilidad por los malos tratos. También se ha esgrimido el argumento de que la familia y los defensores de Jokin deformaban los hechos. 

En estos meses han aparecido numerosos artículos en la prensa sobre el caso de Jokin. Todos ellos insistían, de diversas maneras, en la necesidad de realizar la educación de los jóvenes en la tolerancia y el respeto a los demás, para evitar que se repitan hechos tan lamentables. Proponían charlas, cursos, seminarios sobre valores cívicos y humanos en general. Es decir, promoción de ideales." 14/02/06